La Paradoja del Cero y el Uno

Ace y su guitarra espacial

Era en Flores, por supuesto, aunque no en el barrio de Flores, sino en ese otro Flores, el que flota, el de las ideas que, al ser demasiado livianas, han de ser rigurosas, pensó Ace Frehley, mientras ajustaba la correa de su Les Paul espacial. Había comprado la guitarra en una feria de pueblo, en un puesto que vendía muñecos de ventrílocuo que parecían estar mirando demasiado. Costaba diez mil dólares. Frehley, que no era rico ni pobre sino una especie de punto intermedio muy precario, pagó con un cheque sin fondo, que el feriante, un hombre con una barba postiza de lana de oveja que picaba un poco, aceptó con la resignación de quien sabe que la belleza de un objeto es su propia moneda.

Lo cierto era que la guitarra no era exactamente una guitarra, sino, más bien, el esbozo de una máquina, una especie de diagrama de circuitos cósmicos pintado sobre madera de arce. Ace la había bautizado "La Nave". Porque cuando la tocaba, no emitía sonidos, no, sino cosas.

Y esa era la verdadera cuestión que lo tenía a mal traer. Desde hacía tres días, "La Nave" venía emitiendo una luz verde espectral que se había vuelto, para peor, ligeramente pegajosa. Una secreción lumínica. No era la habitual columna de humo pirotécnico que acostumbraba soltar en los solos, ni las chispas controladas. Era otra cosa.

Ace estaba en el centro de su estudio, que era, a su vez, el centro de un galpón abandonado en las afueras de Buenos Aires, y tocaba. Necesitaba que ese pegote de luz desapareciera o se transformara en algo, no sé, en una rosa de origami o en un conejo; algo con forma. Pero no. El verde, al tocar, se hacía más denso. Parecía gelatina etérea.

De pronto, la gelatina comenzó a vibrar con una intensidad insólita. Ace sintió un cosquilleo en los dedos. El riff que estaba improvisando (una secuencia simple, casi infantil, en La menor) se prolongó sin que él moviera un dedo, como si la guitarra misma hubiera tomado las riendas de la música.

La luz verde se desprendió de "La Nave" y adoptó la silueta imperfecta de un flamenco. Pero un flamenco de otro mundo, un flamenco geométrico, cuyos ángulos eran, de tan rectos, sospechosos. El flamenco, con la parsimonia de un personaje de cuento de hadas que ha llegado tarde a la trama, se puso a caminar por el piso de cemento.

"Qué extraño", pensó Ace Frehley, "ahora tengo que componer para un flamenco. ¿Qué clase de ritmo necesita un flamenco de luz pegajosa?"

Se puso a tocar boogie-woogie. El flamenco se detuvo. Pareció ofenderse. Le lanzó una mirada de reproche que era, a pesar de estar hecha de luz, completamente visible. Ace entendió la indirecta. Se pasó a una balada lenta, al estilo de "Shock Me", pero más triste. El flamenco levantó una pata y se quedó quieto, como si estuviera esperando un ómnibus.

"Tiene que ser el tempo del universo", se dijo Ace, "lo que se toca, no lo que se oye."

Entonces, con la mano izquierda en el mástil, Frehley simplemente dejó de tocar. Se quedó quieto. La guitarra, "La Nave", siguió emitiendo un zumbido imperceptible. El flamenco de luz, al ver que el rock and roll había cesado, se hizo añicos. No explotó, no: se deshizo en millones de puntos verdes que flotaron en el aire, como polvo de hadas, y comenzaron a ascender, muy lentamente, hacia el techo del galpón.

Ace Frehley sonrió con alivio y con una incomprensible certeza. La guitarra no quería ser un instrumento; quería ser un proceso. Y él era el intermediario.

"Ya está", se dijo. "Problema resuelto, o, mejor dicho, transformado en otra cosa."

Se puso el abrigo. Afuera era invierno en Flores, y ese invierno, Ace lo sabía, iba a ser larguísimo. Pero por suerte, le quedaba ese cheque sin fondo y la posibilidad, siempre abierta y siempre imprevista, de que su guitarra espacial se transformara, en cualquier momento, en una bandada de palomas de neón o, lo que sería mucho más interesante, en un sillón orejero y parlante. Era la literatura de la vida. Y era, para su gran sorpresa, inagotable.

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