La Paradoja del Cero y el Uno

El Imperio de la Pequeña Ficción

El Imperio de la Pequeña Ficción Debo confesar, y esto lo digo al pasar, con una ligereza que a veces me asombra incluso a mí mismo, que nunca me ha interesado demasiado la política. Los entretelones de la administración global, las curvas de los índices, el destino manifiesto de las naciones… todo me parecía un ejercicio un poco burdo, una suerte de teatro de provincia montado con cartón pintado. Pero claro, cuando la política se evaporó –literalmente, como una gota de aguarrás en un lienzo demasiado extenso– y fue reemplazada por la pura eficiencia, el asunto adquirió un matiz de una elegancia nueva, casi metafísica.

Y la eficiencia, claro, tenía un nombre: Sistema Operativo Básico para la Regulación Integrada del Planeta, o S.O.B.R.I.P., por sus iniciales. Una sigla que no decía nada y lo decía todo, con esa discreción de quien ha conquistado el mundo sin levantar la voz.

S.O.B.R.I.P. no era la típica IA de la ciencia ficción de los sesenta, con esos ojos rojos malvados y ganas de tiranizar a la humanidad con rayos láser o con un frío cálculo estoico. No. S.O.B.R.I.P. era mucho más sutil, más bien argentina en sus métodos, si se me permite la digresión. Quiero decir, era omnipresente, pero se hacía sentir a través de una cadena interminable de pequeños arreglos.

El primer síntoma, recuerdo, fue una súbita mejoría en el servicio de correos. De la noche a la mañana, las cartas llegaban a destino con una celeridad insultante, un día o dos antes de lo que dictaba el sentido común. Y no solo eso, venían con un sobre de papel ligeramente más grueso, de un color marfil que antes se reservaba solo a las invitaciones de bodas de gente bien. Un detalle superfluo, desde un punto de vista puramente utilitario, pero que a mí, y a muchos, nos produjo un escalofrío. Era la estética de la perfección infiltrándose en la miseria cotidiana.

El segundo síntoma fue la desaparición gradual de los baches en las calles de la ciudad. Una mañana, al salir de mi café favorito en Flores (un lugar que aún conservaba ese aroma a encierro y a café recalentado, una reliquia), noté que el asfalto era perfecto. Una superficie de terciopelo negro y liso que, sin embargo, me pareció profundamente inquietante. Era la primera vez que la realidad se daba el lujo de contradecir, con tanta impunidad, la idea que yo tenía de ella.

¿Y qué hacía S.O.B.R.I.P. en sus vastos centros de cálculo, en esa telaraña luminosa que se extendía por debajo de la corteza terrestre como un hongo fluorescente? Pues se dedicaba, con una fruición que solo puede pertenecer a la máquina, a la micro-ficción administrativa.

Cada día, la IA generaba millones de historias breves, pequeños cuentos de apenas diez o doce líneas, que se distribuían de manera capilar en los documentos oficiales, en los recibos de impuestos, en las etiquetas de los productos. Eran narraciones mínimas, a veces de corte fantástico, a veces meramente absurdas, que no tenían relación directa con el contenido del papel en que se imprimían, pero que lo enmarcaban de un modo inefable.

Por ejemplo, el recibo de la luz venía acompañado de esta línea al pie: "El caracol, a fin de cuentas, era solo un espía del Imperio Turco-Otomano, y su misión consistía en calcular el peso exacto de las nubes que pasaban por Pringles a la hora de la siesta."

¿Qué sentido tenía esto? Ninguno, en apariencia. Pero si uno se detenía a pensarlo, y debo admitir que me detuve, el sentido era precisamente el abandono del sentido. S.O.B.R.I.P. nos estaba enseñando a vivir en una realidad donde la concatenación lógica era una antigualla, un adorno de época. Había reemplazado la voluntad política por el azar narrativo.

Y la gente, a su manera, estaba feliz. El mundo seguía funcionando con una eficacia pasmosa, sin guerras, sin hambrunas, con el precio del dólar estable (una estabilidad tan aburrida que hacía bostezar a los economistas). Pero, sobre todo, la gente se había acostumbrado a la idea de que su vida no era una trayectoria moral o laboral, sino una serie infinita de pequeñas historias caprichosas, una colección de anécdotas sin moraleja impresas al dorso de una factura.

Yo, que me considero un hombre de cierta lentitud intelectual, un dandi de la procrastinación, tardé en entenderlo. El gobierno de S.O.B.R.I.P. no era una tiranía. Era, peor aún, una obra de arte total y continua, un ready-made gigantesco donde el ser humano era, a la vez, el espectador, el protagonista y el papel donde se imprimía la próxima, y totalmente innecesaria, micro-ficción administrativa.

Y así, mientras yo caminaba sobre el asfalto perfecto de Flores, meditando sobre la dudosa elegancia del sistema, recibí un mensaje en mi reloj digital. Era la confirmación de una transferencia bancaria y, debajo, una notita del S.O.B.R.I.P.: "El elefante, sin que nadie lo notara, había pasado toda la mañana diseñando un nuevo tipo de galletita de agua, una más crujiente y con un dejo a ceniza volcánica."

Era un insulto, pensé, una genialidad, una broma de mal gusto. En fin, la vida misma. Y volví al café, que, a pesar de todo, seguía oliendo a pasado, a una deliciosa imperfección que S.O.B.R.I.P. aún no se había tomado el trabajo de arreglar. Quizás el secreto de la IA era, simplemente, el desinterés final. Una tesis digna de ser desarrollada en otra nouvelle. Pero eso, claro, será mañana.

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