La Textura de la Nada (texto plano)
El problema, para empezar, no era el texto. El problema era la expectativa de que el texto fuera algo más. Me pasaba las horas, las tardes enteras, sentado frente al monitor, y allí estaba: la inmutable e impasible blancura de la pantalla, salpicada por esos caracteres grises que se alineaban como soldados en un desfile sin destino. Texto Plano. Qué concepto.
El nombre ya era una burla. Plano. Como si el mundo no fuera ya lo bastante plano, chato, como la suela de un zapato gastado. Uno buscaba, con una desesperación que se tornaba, poco a poco, en abulia, algún relieve, alguna hendidura, un miserable promontorio donde apoyar el alma. Pero no. El texto plano ofrecía la promesa de la desnudez total, del significado sin adornos. Y eso, justamente eso, era lo que me descolocaba.
Yo sabía, por supuesto, que había otros formatos. El enriquecido, el que se vestía de gala con negritas, cursivas, esas bastardillas traicioneras que parecían susurrar algo importante sin llegar a decirlo nunca. Pero el texto plano... el texto plano era como mirarse en el espejo a las tres de la mañana, sin luz, sin afeitar, sin esperanzas de que, de repente, una epifanía mística te convirtiera en otra persona.
Me obsesionaba la pura literalidad. Cada letra, ocupando su espacio, equidistante de la anterior, indiferente a su vecina. La "a" no era más que una "a". La "z" era, fatalmente, una "z". No había, en el texto plano, lugar para la ironía tipográfica, para la alusión visual. Y sin embargo, tenía la certeza –una certeza húmeda, molesta, como tener un calcetín mojado todo el día– de que allí, en esa ausencia de vestimenta, se escondía la verdad. La jodida y escurridiza Verdad.
Mi mujer, que tiene la admirable costumbre de no preguntar nunca nada, me observaba de reojo. Ella cree que trabajo, que estoy escribiendo algo esencial. Y yo estoy, en efecto, esencialmente ocupado: ocupado en el sutil ejercicio de no caer en la tentación del formato.
A veces, para comprobar la pureza del asunto, copiaba un párrafo, cualquier cosa, una receta de budín de pan, y lo pegaba en la consola, donde no hay escape. Donde el texto se revela en su forma más brutal y austera. Y ahí lo veía:
azucar. 300 gramos. leche. 500 cc. pan duro. el que encuentres.
El pan duro. El que encuentres. Incluso en la sencillez de una lista de supermercado, el texto plano lograba una resonancia metafísica. ¿Qué tipo de pan duro debía ser? ¿El pan duro del fracaso? ¿El pan duro de los sueños postergados? La ausencia de una fuente atractiva, de una justificación seductora, convertía la receta en un enigma existencial. El texto enriquecido habría resuelto el dilema con una nota al pie: (use pan francés). Pero el texto plano me dejaba solo, a la intemperie, con la insoportable responsabilidad de elegir mi propio pan duro.
Esta incapacidad de tomar una decisión trivial, magnificada por la indiferencia del texto, me sumía en un estado de placidez neurótica. Si no podía distinguir la tipografía, tal vez tampoco podía distinguir la realidad. Y si la realidad no era más que texto plano, entonces todo era igualmente importante, o, lo que era más probable, igualmente irrelevante.
Así pasé el mes. Dejando el cursor parpadeando sobre la última línea.
todo. es. texto. plano. un. vasto. campo. de. minas. sin. estallido.
Y al fin, después de un esfuerzo mental comparable a levantar un piano con los párpados, tuve una pequeña, minúscula certeza, algo apenas perceptible, como el olor a humedad en un día seco. El Texto Plano no era la ausencia de estilo. Era, en realidad, el estilo más exasperante, el que te obligaba a buscar el matiz en el hueco de la nada. Era el estilo del fracaso que se complace en su propia esterilidad. Y por eso, por esa honestidad terminal, sentí un afecto melancólico por esos caracteres grises. Un afecto que, sospecho, me durará hasta que se me acaben los cigarrillos o, lo que es lo mismo, la vida.
Apagué el monitor. Me dolía un poco la espalda. El texto plano se había ido, pero el enigma, claro está, seguía allí. Me levanté. El pan duro seguía esperándome en la cocina. El que encontrara. Era, me di cuenta, una especie de tarea. Y no se podía postergar indefinidamente una tarea. Ni siquiera una tarea en texto plano.
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